En la era de las redes y las conexiones, de los links y la
instantaneidad comunicativa, la peor tragedia cotidiana es tener que
escuchar que el teléfono marcado está desconectado o fuera de cobertura,
que alguien tarde demasiado (es decir, dos días) en contestar un correo
electrónico. Y la pérdida de conexión equivale a la muerte
comunicativa, donde uno queda al margen de las oportunidades vitales. Si
el fallo o la lentitud en la conexión los experimentamos como un
verdadero drama es porque la comunicación inmediata forma parte de las
posibilidades que damos por supuestas en una sociedad de la
instantaneidad interactiva.
El éxito de la metáfora de la Red para describir la sociedad
contemporánea se debe a la omnipresente realidad de la conexión. La
conectividad es vista como un multiplicador de las actividades y de las
oportunidades. El estado de conexión permanente se ha convertido en
nuestra normalidad cotidiana. La obligación de estar conectado vale para
todos los ámbitos de la sociedad: para el cultivo de la amistad, para
la comunicación en la familia, para las organizaciones, la ciencia o los
movimientos antiglobalización, para los niños a los que en una edad muy
temprana pertrechamos con un móvil.
La conectividad es tanto un imperativo técnico como moral. Se trata
de estar siempre integrado, disponible, accesible. No llevamos bien la
desconexión porque estamos psicológicamente configurados con la
sensación de que nos estamos perdiendo algo, sin argumentos para frenar
la multiplicación de los contactos y apremiados por la exigencia de
rendimiento continuo. No estar al alcance de los demás o resistirse a
ciertas redes es toda una rareza. La conexión ha sido la clave de las
oportunidades personales y la fuente de la riqueza para las naciones. La
desigualdad digital se ha planteado como un problema de desigualdad en
el acceso y no tanto a la capacidad efectiva de hacer algo con tales
tecnologías.
Ahora bien, en menos de veinte años hemos pasado del placer de la
conexión a un deseo latente de desconexión (Francis Jaureguiberry). Del
mismo modo que el ocio y la pereza fueron reivindicados en la era del
trabajo o el decrecimiento en medio del éxtasis del crecimiento y la
aceleración, han ido apareciendo en los últimos años diversos elogios de
la desconexión. Las reivindicaciones de un derecho a desconectar se han
venido sucediendo a medida en que eran más visibles los inconvenientes y
las patologías de la hiperconectividad. Aumentan los diagnósticos que
hablan de una verdadera dependencia provocada por el exceso de
interpelaciones y la sobredosis comunicativa.
¿A qué se debe este malestar que surge allí donde hasta hace poco
celebrábamos una verdadera orgía del contacto y la accesibilidad? De
entrada, al hecho de que el imperativo de la conectividad es una forma
de poder, una imposición que exige de nosotros disponibilidad continua.
El hecho de no responder inmediatamente al teléfono, por poner un
ejemplo cotidiano, es algo que ahora debemos justificar. El imperativo
de la inmediatez comunicativa se ha convertido en una estrategia de
abreviación de los plazos y generación de la simultaneidad, lo que
incrementa la aceleración general y la cantidad de cosas que podemos (y
debemos) hacer. Pensemos en el teletrabajo, que en pocos años ha pasado
de ser una liberación a experimentarse como una maldición. Donde rige la
teledisponibilidad permanente, la urgencia se contagia hasta el espacio
privado, que ya no resulta protegido por la distancia física.
El exceso de conectividad se vive subjetivamente como una carga
porque el impulso de comunicar y expresar nos está situando fuera de
todo autocontrol subjetivo. Seguramente hemos traspasado ya el umbral a
partir del cual el networking se convierte en overlinking,
la complejidad resulta irreductible y la sensación más habitual es la
de estar desbordado. Todo ello ha llegado a provocar una náusea
telecomunicativa, una fatiga tecnológica que se traduce en un deseo de
desconexión, aunque sea parcial.
Cada vez hay más problemas que tienen que ver con el exceso de
conectividad: las decisiones se complican cuando intervienen demasiadas
personas e instancias; donde esperábamos una crowd intelligence
tenemos más bien una conducta adaptativa que dificulta la creatividad
personal; hay conexiones siniestras que están en el origen de cierta
corrupción (entre los poderes políticos, económicos y mediáticos) y que
solo se resuelven desacoplándolos; experimentamos el agotamiento que
supone no tener espacios libres de conexión o la obligación de estar
siempre localizables... La idea de "enredarse" tiene cada vez más
connotaciones negativas, que aluden a la pérdida de tiempo, a quedar
entrampado, a una omisión de lo verdaderamente importante.
Frente a este malestar, aumentan las estrategias de desconexión. En
primer lugar, las de tipo personal, en la gestión de la propia
conectividad. El objetivo sería preservar el propio ritmo en un mundo
que empuja hacia la aceleración y a defenderse de un ambiente
telecomunicacional intrusivo. Algunos reivindican el derecho a hacer una
pausa, a no atender todo lo que nos solicita. Aquí cabe mencionar toda
una serie de prácticas de desconexión voluntaria que permiten la
desintoxicación informativa, como gestionar la atención y reducir el
número de las informaciones a las que se hace caso, o modos de rehusar
la comunicación continua, como desconectar el teléfono o el correo
electrónico mientras se trabaja. Como decía Deleuze se trataría de
"crear vacíos de comunicación, interruptores, para escapar al control".
La espera, el aislamiento y el silencio, que habían sido entendidos como
una pobreza a la que había que combatir, pasan a ser opciones positivas
que permiten construir la autonomía personal.
En Francia ha habido recientemente un debate en el que se ponía en
cuestión que estar conectado veinticuatro horas fuera bueno para los
trabajadores; hay empresas californianas que envían a sus empleados a
estancias para curar su exceso de conectividad; se da el caso también de
empresas que han prohibido todo correo profesional a partir de cierta
hora y durante los fines de semana. Me da la impresión de que estar
desconectado es algo que va poco a poco perdiendo algunas de sus
connotaciones negativas, que ya no designa una deficiencia comunicativa
sino una práctica voluntaria que puede ser beneficiosa. Tal vez ilustre
este cambio de valores el hecho cotidiano de que las vacaciones se hayan
convertido para muchos en algo que ponemos bajo la metáfora del
"desconectar".
Las estrategias para desconectar pueden agruparse en las de tipo
temporal o espacial, según sea la dimensión en que se realizan. Las
desconexiones temporales tienen que ver con la recuperación de un tiempo
propio en el que el individuo pueda encontrar sus propios ritmos, el
sentido de la duración y de la espera, de la reflexión y la atención. Se
basan en el descubrimiento, tras décadas de sumisión a la prisa, de que
los tiempos propios (de la reflexión, la distancia y la maduración) son
fundamentales para construirse a sí mismo como sujeto. A veces basta
con adquirir hábitos elementales como no contestar inmediatamente o
ralentizar el trabajo. Desconectar, en este sentido, no tiene por qué
significar salirse del tiempo sino encontrar el propio ritmo y no
dejarse imponer unas aceleraciones que son discriminatorias, que no se
corresponden con el tiempo que nos caracteriza íntimamente o con el
propio de nuestro modo de trabajar (como las exigencias de rentabilidad a
los saberes humanísticos, por ejemplo, o un criterio de innovación
tomado de las ciencias naturales).
Las estrategias de desconexión espacial consisten en un placer
inédito para nuestros antepasados: "La felicidad de estar ilocalizable"
(Miriam Meckel). Se trata de salir de un ámbito en el que rige el ideal
—que termina convirtiéndose en obligación— de transparencia o de
reivindicar el derecho a no estar geolocalizable, interrumpiendo dicha
función en nuestros móviles y ordenadores.
De hecho, nuestros dispositivos desarrollan cada vez más estas
posibilidades de desconexión. Del mismo modo que los coches tienen la
posibilidad de desconectar el sistema de conducción asistida o los
fusibles saltan en nuestras casas cuando la intensidad eléctrica es
excesiva, ya existen aplicaciones que bloquean la tentación de las redes
sociales como AntiSocial, Afirewall o SelfControl cuando uno quiere no
ser interrumpido y pretende aislarse para trabajar durante un tiempo.
Igualmente hay filtros cada vez más sofisticados para proteger a los
niños en el espacio abierto de Internet. Cabe mencionar en este sentido,
como un movimiento contrario al frenesí expresivo de las redes
sociales, movimientos como Anonymous, que reflejan el deseo de
despersonalizar ciertas intervenciones en la Red. O pensemos, sin ánimo
de hacer la lista exhaustiva, en el hecho de que la seguridad de las
comunicaciones tiene que ver con soluciones que dificultan la
accesibilidad a cualquiera, es decir, con estrategias para limitar la
conectividad.
¿Cómo equilibrar las ventajas de estar conectado con la libertad de
no estarlo siempre ni absolutamente? Propongo pensarlo mediante una
analogía con la ciudad y plantearnos como objetivo urbanizar el espacio
digital. Los grandes teóricos de la vida urbana (como Simmel, Bahrdt o
Goffman), a contracorriente del tópico que exaltaba la cercanía y
autenticidad de los pequeños enclaves comunitarios, subrayaron el
anonimato que hacían posible las grandes ciudades, la libertad frente al
control, la indiferencia generalizada, una cierta desatención, esa
combinación de relaciones y privacidad, donde uno puede decidir qué
aspecto de la propia personalidad desvela u oculta a los demás. El
sociólogo alemán Georg Simmel dijo algo acerca de la ciudad moderna que
podría sernos muy útil a la hora de pensar el tipo de interacción que
debemos construir con las redes sociales. Llamó la atención sobre el
hecho de que las ciudades son formas "débiles" de comunidad y
comunicación, en las que es posible una cierta indiferencia frente a las
múltiples ofertas de interacción. A diferencia de lo que ocurre en el
mundo rural, en ellas no es obligatorio saludar a todo el mundo, ni
comprar a todos los que nos ofrecen algo, ni considerar como un
desprecio que no se fijen en nosotros. En la ciudad es posible ignorar a
otros y disfrutar la libertad del ser ignorado por otros, el derecho a
la no intromisión, a no ser juzgado.
La ciudad nos enseña muchas prácticas de indiferencia social que
pueden ser de gran utilidad para civilizar el espacio digital. La
experiencia de la distancia urbana podría ser un modelo para pensar de
qué modo disfrutar de las posibilidades de interacción que nos ofrecen
las TICs sin renunciar a las diversas formas de libertad que sólo pueden
disfrutarse mediante una práctica de desconexión.
En un mundo en el que la inmediatez y la vecindad son lo habitual,
resulta imperativo recuperar el sentido de la distancia como algo que
uno debe procurarse para ralentizar el ritmo de la comunicación y la
decisión, para sustraerse a la influencia de las opiniones ajenas y
pensar por cuenta propia, para decidir uno mismo en su propio espacio y
con su propio tiempo. Si en el pasado la distancia era un obstáculo para
muchas cosas, hoy es un instrumento que facilita la autonomía personal.
Daniel Innerarity Fuente: diario El País
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